RELATO TRAVESTI: En Reus haciendo el amor escuchando Jennifer Rush
Autor: Juancho
Si tú eres mi hombre y yo tu mujer
A comienzos de la primavera de 2004 recibí la llamada de una desconocida. Me dijo que una amiga común le había dado mi número. Le hice notar que eso estaba muy feo, que los teléfonos de los clientes no se dan, que supone una indiscreción muy grave.
Unos días antes yo había estado en Barcelona por trabajo. En un tiempo muerto después de la comida, apenas una hora, llamé a una chica que se anunciaba en La Vanguardia, con la única intención de hechar un polvo rápido, de descargar adrenalina sobrante, puesto que por la tarde debía reanudar mis quehaceres profesionales. No la conocía pero tuve suerte, resultó ser una mulata con la belleza de una pantera. Nos comimos los rabos un ratito, despachamos en quince minutos, me despedí y me fuí. Antes, a la habitual pregunta de si yo vivía en Barcelona, respuesta, no, y que entonces, dónde, la pantera negra reaccionó con reflejos, "tengo una gran amiga que trabaja en Reus, te doy su teléfono para que puedas ir a verla". "Vale, me lo das luego", dije sin ningún interés en la propuesta, "ahora sigue con lo que estabas haciendo". No se habla con la boca llena.
El caso es que mi número, grabado en llamadas recibidas del móvil de la pantera, fue a parar a la amiga de Reus, quien me llamó con la intención de captarme como cliente, supongo que acuciada por la falta de ingresos. A pesar de afearle el hecho de intercambiar números telefónicos de clientes, seguí charlando con ella. Su voz me cautivó, era envolvente y cálida, su tono, cariñoso, las coletillas de sus frases estaban llenas de amor mio, mi cariño, mi corazón. Tras unos minutos de conversación, después de escucharle decir todo lo que iba a hacerme si iba a verla, mi hermanito y yo prometimos hacerle una visita.
El interin duró dos meses. Por motivos diversos, nunca encontraba el momento de visitarla. Por tres veces concertamos día y hora y no pude acudir. Una de les veces tuve que anular la cita diez minutos antes del encuentro, tuve un pequeño accidente con el coche. Pero durante todas esas semanas no hubo día sin intercambio de sms, a veces con las frases más dulces, a veces con las más excitantes, a veces con declaraciones de principios: "yo no follo con los clientes, yo hago el amor, y tú serás algo más que un cliente, mi cielo". Glups. ¿Quien se hubiera resistido a esas zalamerías?, ¿a quien no le gusta creerse mentiras que le halagan?, ¿cómo negarse a hinchar el propio ego?
Por fin, un mediodía de sábado de mayo triste y lluvioso, con un paraguas en una mano y una bolsa conteniendo un Ribera del Duero "Alonso del Yerro" del 2002, y otro obsequio, en la otra, llamé al portal y subí. Habíamos quedado para comer, ella me dijo que podíamos hacerlo en su casa, que prepararía algún plato brasileño. Perfecto. Llamé, ella me observó por la mirilla unos segundos, demasiados, abrió. Allí estaba, con un vestido corto de falda asimétrica y zapatos de tacón, collares, anillos y un millón de pulseras, unos pendientes de aro grande preciosos y una expresión de sorpresa. Intuí que fisicamente no le agradaba. Durante esas semanas de intercambio de mensajes diarios por el móvil nos habíamos descrito mutuamente. No le mentí en cuanto a mis características, pero ella debió hacerse una imagen mental de mi que no se correspondía con la realidad.
A ella la encontré más o menos como la había imaginado. No es la chica más guapa que he conocido, pero tenía un cuerpo lo suficientemente bello y curvilíneo como para no dudar de su femineidad. En su rostro había recuerdos de un acné adolescente mal llevado. Su cabellera, larga y negra, era de una sedosidad perfecta. Minutos después descubriría una mujercita sensible, inteligente y apasionada. Y más tarde, ya desnudos el uno frente al otro, suspiraría por su apetecible cuerpo de proporciones equilibradas y geometrías perfectas.
Besos en las mejillas.
-Pasa y ponte cómodo, ¿quieres tomar algo?.
-He traído vino, podemos abrirlo.
Ok. La mesa ya puesta, con el toque romántico de unas velas encendidas y el comedor en penumbra. El mobiliario era sencillo. La decoración, acogedora, con toques femeninos: plantas de interior. La limpieza, impecable.
-Acabo de preparar la carne, comemos enseguida.
-Te he traído un regalo.
-Sí, el vino, ya me lo has dicho.
-Eso no es un regalo, es cortesía. El regalo es otro. Un CD de Henry Salvador, ¿conoces?.
-No.
-Un cantante negro de las Antillas que canta en francés canciones de amor con unos toques jazz.
Puse el disco en el reproductor. No pareció entusiasmarle. La música que le gustaba era otra. Su canción preferida era "Si tú eres mi hombre y yo tu mujer", en la versión cantada por Jennifer Rush. Dos horas después, mientras practicábamos un canibalismo mútuo y civilizado, habríamos de escuchar esa canción unas cuantas veces. Ese estribillo, que a mi me parecía cantado con un tono exageradamente épico, la excitaba.
La especie de ensaladilla rusa brasileña y el estofado estaban especiados de lo lindo. Ambos exquisitos, aunque no abusé, no por falta de gula, si no para no darle motivos a mi úlcera de estómago.
Excelente conversadora, su castellano de ligero acento era fluído y con abundante léxico. Hablamos más de ella que de mi. Su sufrida pubertad, cuando empezó a tomar conciencia de que él/ella era diferente. Sus primeros escarceos con los clientes del hotel donde trabajaba, "chupé unas cuantas pollas, aquello era una locura, hasta que un buen día empecé a cobrar por hacerlo, ganaba más que con el sueldo". Luego, las primeras hormonas. Las broncas con su padre, que no aceptaba su identidad. En fin, una adolescencia más soportada que disfrutada, ora con resignación, ora con rabia. Después, la huída. Primero a España, después a Italia, más tarde de vuelta a España, donde acabó instalándose. Yo sentí empatía por ella, y cuando me dijo ven, vamos a la cama, le dije que no, que no se sintiera obligada, que había disfrutado mucho de la comida y su conversación y con eso me bastaba, que quizá otro día. Era verdad. Pero ella insistió, creo que por pura dignidad profesional. Al fin y al cabo yo había ido ahí para follar.
Nos duchamos. Puso la canción de Jennifer Rush, pulsó la tecla repeat, y empezó a hacerme el amor. Sus mordiscos eran de cachorro juguetón, su piel suave pasada por rayos uva, sus tetas, caramelos, su culo, rotundo, su pene, bello y enhiesto, pedía ser acariciado. Besé su cuello y miré sus ojos. Durante un buen rato, su piel fué mi pan y mi sal. Si la felicidad tiene un sonido, ese es el de sus jadeos implorantes. Llevó el efecto amante hasta sus últimas consecuencias, hasta el punto en que creí que tal vez sí, que se había enamorado antes de conocernos.
En ningún momento me pidió dinero. Antes de irme le dejé 150 € sobre la mesilla, me dio las gracias pero ni siquiera los guardó. Los tres billetes se quedaron ahí, mientras abría el armario y me enseñaba los vestidos que ella misma diseñaba y cosía con acierto. Nos abrazamos. Me despidió como se despide al guerrero que vuelve al campo de batalla, con un ay en el corazón, sin saber si volverá.
Pero volví, al cabo de pocos días. Le regalé unos pendientes y "La novia oscura", una novela de Laura Restrepo, una autora que le gustaba. Ya no hubo la pasión del primer encuentro, aunque la sesión de sexo salvaje y sudoroso fué igualmente antológica. Yo no tengo clientes, tengo amantes, me recordó. Y yo no le pagaba por sus servicios, digamos que sólo prestaba ayuda económica a una amiga.
Unos días después desapareció. Le llamé, le escribí mensajes, dejé recados en el buzón de voz, cientos de veces: sólo quiero saber cómo estás, temo que te haya pasado algo malo, sólo dime que estás bien. Nada. Sospeché algo raro. Un día le llamé desde un teléfono que no era el mío. Respondió. Cambié mal que bien la voz, improvisé un nombre de un supuesto cliente que la había visitado en una ocasión y quería repetir. No me reconoció. Me explicó que estaba en Zaragoza, había tenido algunos problemas, pero que volvería a Reus.
Volví a llamar desde mi teléfono. No respondió. Ahora sabía que no quería hablar conmigo. Me faltaba saber la razón. Insistí aún unos días, hasta que, por fin, quizá harta de mi, atendió mi llamada. Me explicó todo, los problemas habían sido serios, el propietario del piso no quiso seguir alquilándoselo. Eso coincidió con que tuvo que marchar de España para poder volver a entrar. Había gastado mucho dinero en mobiliario, ropa y objetos y no sabía qué sería de todo ello. Por suerte, un cliente suyo de Zaragoza, abogado, le ayudó en las cuestiones burocráticas. Volvía a estar en Reus, en un piso más grande y mejor situado. Volví a prometerle que iría a verla.
Creí haber encajado las piezas del rompecabezas. Decidí tomar una decisión drástica. Nos vimos por tercera y última vez una mañana de principios de julio, sólo durante cinco minutos, el tiempo suficiente para decirle lo que ella quería oir. Sólo cinco minutos, insistí. A regañadientes, aceptó que fuera a visitarla.
Sin perder la cortesía, me presentó las amigas que compartían piso, me enseñó el piso, elegante y luminoso, y puso un énfasis especial en mostrarme fotos en las que posaba sonriente junto a su novio francés.
-Así que tienes novio.
-Más o menos. Vive lejos, nos vemos muy poco.
Le dije que no volvería a verla, que estaba enamorado, y que ante un amor no correspondido prefería no insistir, hacer mutis por el foro, hechar tierra de por medio, irme sin hacer ruído. No me gusta molestar. Respondió con un clásico de la novela rosa: "podemos seguir siendo amigos". En la distancia, sí, amigos, pero no amantes.
Desde entonces, por Navidad me envía un mensaje de buenos deseos, los mismos que yo le reitero, con puntualidad, el día de su cumpleaños. Pronto cumplirá 27, con toda la Vida en mayúsculas por delante y millones de oportunidades de ser feliz, de encontrar a ese hombre que sea su hombre, y ella, su mujer.
Added on January 03, 2017 at 12:00 am